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Carlos do Carmo entona el fado del adiós

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Carlos do Carmo entona el fado del adiós

Desde que el mundo se quedó sin Amália Rodrigues, en octubre de 1999, ningún nombre había concitado tanto respeto, veneración y sentimiento de solemnidad en el mundo del fado como el de Carlos do Carmo. El corazón del gran padre de la canción más melancólica del planeta dejó de latir a orillas del Tajo cuando este año nuevo apenas cumplía sus primeras horas de vida. Do Carmo, que se encontraba ingresado en el hospital lisboeta de Santa Maria, arrastraba problemas cardiacos desde hacía más de una década. Había cumplido 81 años el 21 de diciembre y poco más de un año antes, en noviembre de 2019, se despidió con sendos conciertos en Oporto y Lisboa de unos escenarios que fueron su morada desde los primeros años sesenta.Portugal amanecerá el lunes 4 con día de luto nacional por decisión del primer ministro, António Costa, que anunció el fallecimiento de su ilustre compatriota “con extrema consternación y pesar profundo”, una terminología casi fadística en sí misma. El martes, coincidiendo con el comienzo efectivo de la presidencia portuguesa de turno en la Unión Europea, el autor de la canción Lisboa, Menina e Moça será homenajeado con un espectáculo en la capital.La saudade le corría por las venas desde la cuna, como herencia materna: su progenitora era una de las pioneras del género, Lucília do Carmo. El joven Carlos remoloneó en otras direcciones profesionales y así llegó a estudiar hostelería en Ginebra e idiomas en un instituto alemán. Pero el temprano fallecimiento en 1962 de su padre, el librero Alfredo Almeida, precipitó que hubiera de asumir la regencia del negocio familiar, la casa de fados O Faia, en el clásico e inmortal Bairro Alto. Y de la gerencia a las tablas había tan pocos metros de distancia que en 1963 ya se había estrenado con un primer álbum, Loucura.Sus primeras décadas artísticas están muy relacionadas con aquel establecimiento, aunque ya desde entonces se afanó en disociar el fado de su aureola como música oficiosa del régimen dictatorial de Salazar. “Es cierto que con la dictadura se dulcificó y cantó al amor y al desamor, pero desde el siglo XIX el fado era una canción de protesta, de los sindicalistas, del pueblo. Una canción fuerte, intensa”, advertía en noviembre de 2019 en una entrevista con EL PAÍS. Él, de hecho, nunca disimuló sus preferencias izquierdistas, aunque siempre ajeno a cualquier militancia, como una manera de preservar su independencia. “Ahora Portugal disfruta de un raro privilegio, un presidente y primer ministro que no son corruptos. En 1974 teníamos un 36% de analfabetismo; y hoy disponemos de educación gratuita. Hay problemas, pero los avances son grandes”, enfatizaba en el mencionado encuentro con este diario.En consecuencia, Do Carmo fue –como el grueso de la cultura lusitana– de los que recibió en 1974 con alborozo la Revolución de los Claveles, a la que rendiría tributo tres años más tarde con un álbum temático, Un Hombre en Libertad, en torno a la poesía del poeta comunista lisboeta Ary dos Santos. Su figura para entonces ya comenzaba a resultar familiar lejos de tierras ibéricas, entre otros motivos gracias a su participación como representante portugués en Eurovisión 1976 con el tema Uma Flor de Verde Pinho, que obtuvo un discreto duodécimo puesto. Era lo de menos. Con los años, su canto recio, profundo y emotivo resonaría en algunos de los coliseos más imponentes del mundo, desde el Royal Albert Hall londinense al Olympia parisiense o el Alter Oper de Fráncfort. Y así, hasta llegar, ya en 2018, al Carnegie Hall de Nueva York.Muchos de los representantes de las nuevas generaciones del fado vieron en Do Carmo el referente histórico y el paradigma de la ortodoxia, pero su visión del género era mucho más ecléctica que todo eso. Entre sus allegados mencionaba la importancia de que ese canto dolorido experimentara su propio “proceso de evolución”, e incluso confiaba en que esos vientos renovadores llegaran desde más allá de las fronteras portuguesas. Por eso se prestó encantado a participar junto a Caetano Veloso, Mariza o Camané en Fados (2007), la película de Carlos Saura, que le valió un Goya a la mejor canción original por Fado da Saudade. Otros trofeos en su estantería eran el Grammy Latino de Honor de 2014, por su entonces medio siglo de carrera, o la Medalla del Mérito Cultural del Ministerio de Cultura portugués. El gobierno luso también le concederá en breve la Orden de la Libertad.“Carlos impresionaba mucho. Solo su voz ya inspiraba mucha autoridad y presencia, pero luego era un hombre culto, provocador y divertido, con un enorme sentido del humor; una de las mentalidades más abiertas que he conocido”, ha rememorado la fadista donostiarra María Berasarte, a la que Do Carmo apadrinó en 2009, escribiéndole un texto de presentación a su disco Todas las horas son viejas. Berasarte se admiraba de la cercanía y austeridad de un artista tan venerable. “Saludaba uno por uno a sus músicos, les entregaba el repertorio del concierto manuscrito por él mismo, recordaba el nombre de todos los técnicos. En los últimos años, ya tan delicado, vivía alejado de todo y restringía incluso las llamadas telefónicas. Era un hombre de gran vitalidad que debía protegerse frente a las emociones fuertes”.En su entrevista con EL PAÍS, el fadista asumía la cercanía del final. “Es la finitud y la reconozco porque la he visto de cerca en tres ocasiones. Digamos que estoy preparado”. Durante los tres últimos años había ultimado un nuevo elepé, E Ainda… (Y todavía…), con poemas de Saramago, Herberto Hélder o Sophia de Mello Breyner. Verá la luz en breve, ya de manera póstuma, y será el número 22 de su trayectoria, además de media docena de álbumes en directo y otras tantas recopilaciones. En cualquiera de ellas puede advertirse la versatilidad de su canto, que a él le gustaba comparar con el de Jacques Brel y, sobre todo, Frank Sinatra. “Cuando se consigue la conexión de alma, corazón y voz, hay fado. Y eso es lo que lograba Sinatra, que para mí fue un gran fadista…”, gustaba de anotar con una sonrisa.


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