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Espías, asesinatos y desertores
Fue un sonido metálico apenas perceptible en el endemoniado tráfico de Teherán. El Peugeot 405 circulaba por la calle Golnabi, entre dos de las arterias más concurridas de la capital iraní. Si alguno de sus ocupantes notó el plok sobre la chapa, tal vez pensó que les había golpeado una moto con dos hombres que trataba de sortear el atasco. Antes de que pudieran reaccionar, una explosión sembraba el pánico y la confusión. En el asiento trasero yacía sin vida Mostafa Ahmadi Roshan. Su conductor estaba herido de muerte y su guardaespaldas, muy grave. Cuando llegó la policía, los dos motoristas habían desaparecido.
¿Quién era Roshan? Los medios locales le identificaron como un ingeniero químico de 32 años que daba clase en la Universidad de Teherán y dirigía el departamento de compras de la planta de enriquecimiento de uranio de Natanz, lo que le vinculaba al controvertido programa nuclear iraní. Este extremo fue posteriormente confirmado en un comunicado de la Organización de la Energía Atómica (OEA) de Irán. El vicegobernador de Teherán, Safar Ali Baratlu, denunció que se había tratado de un “ataque terrorista”.
Los atentados son raros en Irán, donde un entramado de cuerpos policiales y de información vela por la seguridad del régimen teocrático establecido tras la revolución de 1979. Sin embargo, desde hace al menos dos años misteriosos asesinatos están teniendo por objetivo a personas relacionadas con el empeño de los gobernantes iraníes por dotar a su país de capacidad nuclear. El propio responsable de la OEA, Fereydun Abbasi, y su mujer resultaron heridos el 29 de noviembre de 2010 en una acción muy parecida a la que el miércoles pasado mató a Roshan.
Entonces como ahora, una moto con dos ocupantes se acercó a su automóvil y el que iba de paquete adhirió una bomba lapa a la puerta. Abbasi, que a diferencia de las otras víctimas conducía él mismo, tuvo suficientes reflejos para empujar a su mujer y saltar del coche. Ese mismo día, un artefacto explosivo colocado bajo el vehículo del ingeniero atómico Majid Shariari, acabó con su vida.
“Desde el martirio del profesor Alimohammadi, sabíamos que había peligro”, explicó Abbasi durante una entrevista en referencia al primer científico asesinado en un atentado en enero de 2010. Un cuarto investigador, Dariush Rezainejad, fue asesinado a tiros el pasado julio.
“En vez de librar una guerra convencional, las potencias occidentales y sus aliados parecen estar recurriendo a tácticas de guerra encubierta para tratar de retrasar su avance nuclear”, interpreta Theodore Karasik, director del centro de análisis militar INEGMA con sede en Dubái.
Desde que en el verano de 2002 saliera a la luz el programa nuclear secreto de Irán, Estados Unidos y sus aliados intentan frenarlo. Tras el fracaso de los esfuerzos diplomáticos, emprendieron la vía de las sanciones económicas y financieras que hasta ahora tampoco han hecho cambiar de opinión al régimen. Paralelamente, un goteo de deserciones y sabotajes han suscitado las sospechas de que hay en marcha una operación secreta de la que los asesinatos de científicos son sólo la punta del iceberg.
La CIA habría puesto en marcha en 2005 un programa llamado Brain Drain (literalmente, fuga de cerebros) para atraer a personas que pudieran aportar datos sobre los avances nucleares de Irán. Se desconoce con qué resultado ya que oficialmente no existe, pero las denuncias de secuestros por parte del régimen han sacado a la luz algunos casos.
Quizá el más rocambolesco fue el de Shahram Amirí, un joven investigador nuclear que desapareció durante un peregrinaje a La Meca en junio de 2009 y que un año más tarde regresó a Irán desde Estados Unidos, aduciendo que había sido secuestrado y torturado por la CIA. No ha vuelto a saberse de él.
El desertor de mayor nivel conocido es Ali Reza Asgarí, un general retirado de la Guardia Revolucionaria (Pasdarán) y viceministro de Defensa durante el mandato de Jatamí, cuya pista se perdió en Estambul a principios de 2007.
Tanto los responsables iraníes como muchos observadores independientes han responsabilizado de asesinatos y desapariciones al Mosad, el servicio secreto exterior de Israel. Al principio, Tel Aviv ni confirmaba ni desmentía en un juego de la ambigüedad que le permite agrandar el mito de sus proezas y evitar la condena directa. Pero desde que el año pasado se filtrara que el Gobierno contemplaba un ataque militar contra las instalaciones nucleares iraníes, antiguos espías han admitido a periodistas occidentales la mano de su organización en los “sucesos extraños” que están retrasando el programa atómico de Teherán.
Uno de los que más titulares ha generado es sin duda el virus Stuxnet, al que se atribuyó la inutilización de un millar de centrifugadoras en la planta de Natanz a finales de 2009. Al parecer, el gusano informático atacó el software de Siemens que controlaba esos aparatos destinados a enriquecer uranio. Los responsables iraníes sólo admitieron la infección en “los ordenadores personales de algunos científicos” de la central nuclear de Bushehr, cuya entrada en funcionamiento se retrasa desde hace varios años sin explicación convincente.
Además, misteriosas explosiones en instalaciones atómicas o de misiles han suscitado sospechas.
La muerte en enero de 2007 de Ardeshir Hoseinpur, un especialista en electromagnetismo que trabajaba en la planta de conversión de uranio de Isfahán, fue la primera en desatar las especulaciones de un plan del Mosad para descabezar el programa nuclear iraní. Las autoridades dijeron que se había intoxicado con una estufa mientras dormía, pero tardaron seis días en anunciarla, lo que dio lugar a especulaciones que iban desde un exceso radiación hasta un escape de gas.
El pasado noviembre, una explosión en una base militar a las afueras de Teherán acabó con la vida del general Hasan Moghaddam, jefe del programa de misiles de los Pasdarán, el cuerpo de élite que también se ocupa del desarrollo nuclear.
Incluso si las operaciones se planifican en Tel Aviv, no está claro quién las lleva a cabo sobre el terreno. Las especulaciones apuntan a grupos disidentes iraníes, el más prominente de los cuales, los Muyahidin Jalq, desveló la existencia del programa nuclear y tiene una larga historia de acciones terroristas.
Teherán anuncia periódicamente la detención de “espías” o “saboteadores” que trabajan para Estados Unidos o Israel. El último conocido, Amir Mirza Hekmati, un ciudadano estadounidense de origen iraní, cuya confesión televisada convence tan poco como todas las anteriores. Convertido en un nuevo escenario de guerra fría, Irán sigue buscando al agente Smiley.