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Juliette Gréco y el final de la ‘chanson’ | Cultura
Juliette Greco durante la apertura de un festival musical en Bourges (Francia) en 2015GUILLAUME SOUVANT / AFPTodo un mundo ya muy lejano, una época remota pero luminosa en la memoria y en los libros de historia desaparece. Juliette Gréco fue una leyenda de la canción francesa. Y mucho más. Una imagen de Francia y de su cultura y modernidad. Una mujer libre que convivió, cantó, actuó o se divirtió con Sartre y Camus, con Duke Ellington y Miles Davis, con Georges Brassens y con Jacques Brel. Un monumento de otro siglo que siguió al pie del cañón hasta pocos años antes del final, una vida por la que pasaron las desgracias y los instantes brillantes del siglo XX.“Juliette Gréco se ha apagado este miércoles 23 de septiembre de 2020 rodeada de los suyos en su tan amada casa de Ramatuelle. Tuvo una vida fuera de lo común”, declaró su familia en un comunicado a la agencia France Presse. “A los 89 años todavía hacía irradiar la canción francesa”, añadía el comunicado, en referencia a su último concierto, en 2016, año en que detuvo su carrera tras sufrir un ictus y perder a su hija única, Laurence-Marie.La llamaban la musa de Saint-Germain-des-Près, el barrio parisino donde al final de la Segunda Guerra Mundial se congregó una densidad de intelectuales y artistas por metro cuadrado que seguramente nunca más haya existido en ningún otro lugar. También era conocida como la musa de los existencialistas, por el grupo de pensadores, encabezado por sus amigos Sartre y Merleau-Ponty, que daban el tono literario y filosófico de aquella época, y no solo en Saint-Germain-des-Près, sino en Francia, en Europa, en el mundo.Pero estos calificativos, que la reducen a un papel de inspiradora, no le hacen justicia. Juliette Gréco fue una protagonista en aquel círculo, uno de los grandes nombres de la chanson, la eterna canción francesa que quizá fue el último movimiento musical global antes de la irrupción del rock & roll y fuera de las modas procedentes de Reino Unido y Estados Unidos. Esas canciones y esas letras se escuchaban desde la sórdida España de la posguerra —»arisca, vil y bella canción francesa de mi juventud!», cantó el poeta Jaime Gil de Biedma— hasta los cenáculos de intelectuales neoyorquinos, cuando París aún era para muchos el centro de universo.Gréco había nacido en Montepellier, hija de un comisario de policía que abandonó a la familia y de una mujer de izquierdas, adelantada a su época. Resistentes durante la ocupación nazi, la madre y hermana mayor fueron detenidas y deportadas a Ravensbrück. Sobrevivieron. Ella, que tenía 16 años, pasó unos días detenida. “Cuando salí de prisión regresé a Saint-Germain-des-Près, a la plazoleta, al lado de la pensión de familia donde me había instalado”, explicó hace unos años a Le Monde. “Entonces me puse a cantar Over the Rainbow, porque entonces la música americana estaba prohibida”.Tras la liberación, París y Saint-Germain-des-Près quizá no eran exactamente una fiesta, pero para una joven con talento y ansias de libertad, aunque fuese pobre, había pocos lugares mejores. Las calles y los cafés, los tugurios y las cavas de jazz, los teatros: Juliette Gréco se sumergió en aquella efervescencia creativa.Cantó a los poetas de su tiempo: Aragon, Éluard, Brel. Pisó los escenarios de América, de Nueva York. Rodó con Jean-Pierre Melville, con Jean Renoir, y en Hollywood. Ella era una imagen de París, de Francia. Canciones memorables: Jolie Môme, sus versiones de Brassens, de Gainsbourg. “58 kilos, 1,65 metros, ¿ningún signo particular? Sí, siempre vestida de negro”, la describió Boris Vian.Infatigable, no paró hasta casi el final. “Lo echo tanto de menos. Mi razón de vivir es cantar”, dijo en una entrevista reciente al semanario Télérama después de dejar los escenarios. “Cantar lo es todo: el cuerpo, el instinto, la cabeza”.
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